El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

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Mi vuelta al sol con K.




Franz Kafka.jpg


No es la primera vez que me piden que hable de mi vida con Franz, ni tampoco la primera vez en que accedo a hacerlo. Y si accedo de nuevo, es porque recordar el tiempo compartido es una buena manera de seguir teniéndolo muy presente. Todavía hoy, cuando leo sus textos, me emociono; e incluso creo escuchar su voz como si fuera él quien me los estuviera volviendo a leer en voz alta. Pero, por desgracia, recordar ese tiempo compartido significa también permitir que se me vengan a la cabeza las tristes escenas de cuando su laringe, ya muy enferma, solo podía emitir entrecortados susurros…

Los médicos le habían diagnosticado tuberculosis de laringe y le habían prescrito una cura de silencio. Se comunicaba con nosotros casi exclusivamente por medio de notas escritas. Por aquel entonces, Franz se encontraba ya hospitalizado en el sanatorio del doctor Hoffmann, situado en una zona boscosa de los alrededores de Viena. La habitación era muy alegre, con un balcón por el que entraba el sol todo el día. Sabían que aquella sería su última morada terrenal y habían tenido la deferencia de procurar que fuera lo más agradable posible. Su estado de salud era ya muy precario y, a pesar de que para él escribir era tan necesario como respirar, durante su estancia en aquel centro, lo único que escribió fueron algunas cartas y las notas prosaicas para comunicarse con los demás.

Los dos éramos conscientes de que el final estaba próximo. El plan de viajar a Palestina y montar en Tel-Aviv un pequeño negocio para que Franz, convertido en camarero, pudiera observar a la gente a su antojo, estaba ya descartado. Pero faltaba poco para que fuese el aniversario de nuestro primer encuentro y completar aquella primera vuelta al sol juntos era en ese momento nuestra única meta. Una meta poco ambiciosa a posta porque, si queríamos que fuese un acicate para no rendirse, debía de ser ante todo alcanzable. Mas ni siquiera ese pequeño triunfo nos fue concedido. Y la madrugada del 3 de junio de 1924, la precaria salud de Franz sufrió un empeoramiento y, poco antes de mediodía, tras hacer un último esfuerzo para oler las flores que yo le acababa de obsequiar, murió.

Me consuela saber que el opio hizo bien su trabajo y que Franz se fue sin apenas darse cuenta. Había pactado con doctor Klopstock que, cuando llegara el momento, para no sufrir más de lo necesario, le inyectaría una dosis letal de morfina. Avisé a las cuatro de la mañana porque tenía muchas dificultades para respirar. Le pusieron hielo alrededor de la garganta y, aunque mejoró un poco, su respiración siguió siendo trabajosa y los ataques de tos no cesaron. A media mañana, el doctor me mandó a echar una carta. Me extrañó, pero estaba tan aturdida que le hice caso. Luego he sabido que Franz le había hecho prometer que me alejaría para que no lo viera agonizar. A última hora, sin embargo, me echó demasiado en falta y decidieron ir en mi busca. Llegué con el tiempo justo de obsequiarle las flores y de agarrarle la mano para que supiera que no moría solo.

Cuando rememoro ese instante, me gusta pensar que, gracias a la fragancia de mi regalo, puede que muriera creyendo que se hallaba en el parque en el que, meses atrás, había hecho las veces de cartero. Y es que, al principio de estar en Berlín, la salud de Franz mejoró y eso le permitía dar largos paseos por el parque de Stegltiz. Un día, en que yo le acompañaba, vimos una niña que lloraba con desconsuelo porque había perdido su muñeca. A Franz se le ocurrió consolarla diciéndole que estaba de viaje. La niña le preguntó que cómo lo sabía y él le respondió que porque la muñeca le había escrito una carta a ella. Cuando la niña quiso verla, le dijo que la había olvidado en casa pero que le prometía llevársela al día siguiente al parque. Esa noche escribió la primera carta de la muñeca viajera con la misma entrega con la que solía escribir todos sus textos. Y durante tres semanas, continuó haciéndolo a diario hasta que consideró que la niña estaba preparada para aceptar la perdida. Escribió, entonces, una última carta en la que la muñeca le comunicaba a su antigua dueña que se había casado y que, como era lógico, ya no podrían volver a verse. La niña escuchó la noticia con naturalidad, sin dar muestra alguna de tristeza, y Franz respiró aliviado.

Si soy sincera, no sé en qué estaría pensando, si es que aún podía pensar en algo, mientras hizo aquel último esfuerzo por oler las flores. Pero, si hubiera estado en mis manos elegir su postrer pensamiento, tengo que confesar, no sin rubor, que hubiera deseado que creyera que de nuevo se encontraba a orillas del Báltico. Fue allí, en Müritz, donde ambos coincidimos por primera vez en julio de 1923. Acompañado de su hermana mayor y de los hijos de esta, Franz había acudido a aquel lugar de veraneo con la esperanza de que los baños en el mar y la brisa marina aliviaran su dolencia pulmonar. Yo estaba también en Müritz, trabajando de voluntaria en una colonia de vacaciones de niños judíos. La primera vez que lo vi estaba en la playa, sentado en una butaca de mimbre, en compañía de su hermana y sus sobrinos. Al pronto pensé que era un hombre casado que se hallaba de veraneo con su familia.

Yo era muy joven aún y, debido a mi inexperiencia, también muy impresionable. Por eso, cuando giró la cabeza y me miró con atención, como si esperara algo de mí, me impresionó tanto que, aun sin saber quiénes eran, los seguí hasta la ciudad. A Franz lo recuerdo, alto y delgado, alejándose de la playa a grandes zancadas; y a su hermana y a sus sobrinos apresurando el paso para no quedarse atrás. Y recuerdo también que, ese mismo día, volví a verlo al atardecer. Yo estaba en la cocina de la colonia preparando la cena y tuve la sensación de que alguien me estaba observando. Levanté la vista y, en cuanto vi su silueta en la ventana, supe que era el mismo hombre que había visto esa mañana en la playa. Aunque estaba muy erguido, tenía la cabeza inclinada hacia un lado de una manera que despertó en mí ternura. Luego lo vi entrar por la puerta y avanzar hacia donde yo me encontraba cortando carne. Fue entonces cuando escuché por primera vez su voz, suave y cálida, lamentándose por mí: «¡Unas manos tan delicadas y tiene usted que hacer un trabajo tan cruento…!».

En ese momento, no entendí que veía de malo en lo que estaba haciendo. Pero, cuando se marchó, una compañera me dijo que era vegetariano y supuse que, al ver mis manos manchadas de sangre, pensó que mi tarea debía ser muy desagradable. Y es que Franz era un individualista, pero no por eso dejaba de preocuparse por el prójimo. Lo mismo que era un solitario y no por eso dejaba de necesitar la comunicación con los demás; de hecho, no tardó en confesarme que tenía la sensación de que solo, aislado del mundo exterior, no era nada. Fue, pues, lógico que buscara mi compañía, sobre todo a partir de que supo lo duro que había sido mi pasado por ser judía y mi gran implicación con el judaísmo. Hasta que se marchó de Müritz, compartimos largos ratos de conversación. Le gustaba debatir con la gente y exponer su punto de vista, pero sabía escuchar la opinión del otro como poca gente sabe hacerlo.

Una tarde, para defender mi argumentación, saqué la Biblia y le leí la Canción de la viña del libro de Isaías. Cuando acabé, repitió de memoria el lamento del viñador: «¿Qué más se puede hacer a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces…?». Lo recitó con voz entristecida, como si estuviera haciendo suyas las palabras del profeta; y aunque desconociese la razón de su tristeza, me conmovió escucharlo. Unos meses más tarde, viviendo ya en Berlín, al ver que su enfermedad empeoraba, me pidió que quemara algunos escritos suyos porque, según me dijo, no valían nada. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, mientras recitaba las palabras de Isaías, era de esos agraces, de sus textos imperfectos, de los que se lamentaba.

Se me ha criticado mucho porque que destruyera algunos de los trabajos de Kafka, pero yo era entonces joven y estaba enamorada. Quería respetar su voluntad y, puesto que él se encontraba en la cama y no podía hacerlo, me limité a prestarle mis manos. Me explicó que aquello lo había escrito solo para liberarse de sus fantasmas, del recuerdo de todo lo que le había atormentado de su vida en Praga. Lo consideraba carentes de valor, pura morralla. Estaba convencido de que no podría escribir nada que mereciera la pena mientras no consiguiera ser del todo libre. Para Franz, la literatura era algo sagrado y no se conformaba, por tanto, con crear mediocridades. Tenía un sentido trascedente y cósmico de la vida y quería llegar hasta el fondo de las cosas, incluso de las más pequeñas y cotidianas. En realidad, él vivía en ese fondo y pretendía dárselo a conocer a los demás a través de su obra. Una obra que, por culpa de su enfermedad, no tuvo tiempo de hacer aflorar del todo.

A mediados de agosto, Franz regresó a Praga en compañía de su hermana y sus sobrinos. Pero antes de su marcha, durante el tiempo compartido en Müritz, habíamos hablado mucho del futuro y me había confesado su deseo de vivir en Berlín. Veía esa ciudad como una estación de tránsito de su añorado viaje a Palestina: «Si nunca más me levantaré de la cama, ¿Por qué no ir al menos a Palestina?», le escribiría a su amiga Milena en una carta que ese otoño le envió desde Berlín. Y me dijo también que no se atrevía a trasladarse a esa ciudad porque su precario estado de salud no le permitía vivir ya solo. Le propuse acompañarlo y ser yo quien me ocupara de las tareas domésticas y de atenderlo cuando se encontrara indispuesto. Vi que se le iluminaban los ojos y, tras reflexionar unos segundos, aceptó mi oferta. «Vivir solo en Berlín me resultaba por supuesto imposible, en todo sentido; no únicamente en Berlín, sino vivir solo en cualquier parte. Pero también encontré para eso en Müritz una solución, de carácter bastante inverosímil», le diría a Milena en esa misma carta de otoño. Todavía hoy me llena de orgullo pensar que, gracias a mi ofrecimiento, a esa solución inverosímil, Franz pudo hacer realidad su anhelo de vivir en Berlín.

Nuestra vida en esa ciudad no fue fácil. Nos cambiamos de casa en varias ocasiones, porque la inflación era muy alta y apenas si teníamos dinero para lo más necesario. Hubo momentos en los que ni siquiera nos podíamos permitir usar la electricidad. Aun así, cuando Franz estaba en trance creador, yo me ocupaba de que en su escritorio no le faltara la luz y de que, al acabar su trabajo, tuviera un plato de comida caliente para reponer las fuerzas. En la mesa en la que escribía colocaba una lámpara de queroseno y la comida se la calentaba con los restos de las velas. Lo habitual era que, cuando se encontraba bien, Franz se interesara por todo y le gustase ir a la calle a hacer los recados para estar en contacto con la gente sencilla. Sin embargo, en los días previos a empezar a escribir, nada del mundo exterior atraía su atención y apenas si hablaba. Comía, además, poco y sin apetito. Y de súbito, en el momento menos esperado, se ponía manos a la obra y ya no se detenía, ni de día ni de noche, hasta que no lograba plasmar en el papel lo que tenía en la cabeza. Al principio de vivir juntos, le molestaba mi presencia mientras escribía. Luego, en cambio, le cogió gusto a que me quedase en la habitación y hubo noches en las que me tocó dormir en el sofá.

La mayor parte del tiempo estábamos los dos solos y conversábamos a menudo sobre el judaísmo. Las visitas le solían molestar, especialmente los días en los que no se encontraba bien. Pero Franz atraía a la gente porque su forma de escuchar hacía que todos se sintieran cómodos en su presencia. No obstante, sabían que se encontraba enfermo y se acercaban a él con respeto y delicadeza, andando casi de puntillas para no hacer ruido. Por lo común, la gente lo visitaba para interesarse por su salud o conversar un rato con él. En el caso de los escritores, había también veces en que iban a verlo porque deseaban conocer su opinión sobre su trabajo. Recuerdo que un día lo visitó Franz Werfel. Traía en la mano un ejemplar de la novela que le acababan de publicar y se le veía feliz. Desde la habitación de al lado, lo escuché leyendo en voz alta fragmentos de su texto. Después de un buen rato, lo vi marcharse con los ojos anegados en lágrimas y, cuando entré a ver a Franz, también él estaba llorando. A su amigo no había sido capaz de decirle ni una sola palabra sobre su libro, pero conmigo se desahogó: «¡Qué pueda haber algo tan espantoso!», me dijo apesadumbrado.

Franz era siempre así de implacable, incapaz de mentir a la hora de mostrar su aprobación o su rechazo. Juzgaba la obra de los demás con la misma severidad con la que juzgaba la suya. Al igual que juzgaba los actos de los demás con la misma severidad con la que juzgaba los suyos. Era partidario de que cada uno asumiera la responsabilidad de su propia conducta y evitara justificarse culpando a los demás. El victimismo le parecía la peor de las actitudes posibles, la que más fuerza le resta al hombre para enfrentarse con valentía a la vida. «Rabia es lo que siente un niño cuando su castillo de naipes se derrumba porque un adulto empuja la mesa. Pero el castillo de naipes no se derrumba porque alguien empuja la mesa, sino porque se trata de un castillo de naipes. Un verdadero castillo no se derrumba, ni siquiera cuando alguien parte la mesa en trozos para hacer leña. No necesita unos cimientos ajenos», le aclararía a su amigo Max en una postal que le mandó durante ese último año compartido conmigo.

A pesar de mis desvelos, ese invierno la salud de Franz empeoró mucho. Tanto que hasta escribir lo dejaba exhausto: «…los viejos males han vuelto a encontrarme incluso aquí, me han atacado y me han vencido un poco; hay momentos en que todo me fatiga, cada trazo del portaplumas; todo lo que escribo me parece demasiado importante, fuera de proporción con mis fuerzas…», le diría a su amiga Milena en una carta escrita el 25 de diciembre de 1923. Y a primeros de marzo, su estado era todavía más delicado y tenía fiebre casi a diario. Llamé al Hospital Judío y le pedí al doctor Nelken, un conocido mío, que viniera a ver a Franz. La enfermedad había avanzado tanto que lo único que pudo hacer por él fue recetarle algunos medicamentos para aliviarle la tos y bajarle la fiebre. Al verse en ese estado, decidió volver a Praga en compañía de Max. No me dejó ir con ellos porque no quería que fuera a la casa donde había sido tan desgraciado ni que conociera tampoco a su padre. Lo odiaba y, al mismo tiempo, se sentía culpable de albergar un sentimiento así por quien le había dado la vida. Cumplí su deseo y me quedé en Berlín, aunque con el alma en vilo. Me escribía a diario y en sus cartas seguía siendo el mismo de siempre. Un día, por ejemplo, me dijo que había descubierto, leyendo a Tolstói, que el hombre comete algunos «fallos técnicos» en el trato consigo mismo. Supongo que había llegado a la conclusión de que también él los había cometido.

Por lo demás, las noticias sobre su salud no eran buenas y, a finales de marzo, me dio permiso para acudir a Praga, donde me encontré con un Franz muy enfermo, que ya solo podía emitir susurros, pero que conservaba intacto su vigor mental. Tuve la sensación de que la enfermedad se había convertido para él en una suerte de liberación. En cierto modo, estar enfermo le relegaba de tener que tomar decisiones y eso le producía sosiego. Lo malo era que parecía haber dejado también de luchar contra su mal. Sus hermanas, en cambio, no estaban dispuestas a rendirse y lo convencieron de que se internara en el hospital de Wiener Wald. Allí le diagnosticaron por primera vez la tuberculosis de laringe y pensaron que lo mejor era trasladarlo a la clínica del profesor Hajek, el mejor especialista en laringología de Viena. Pero el resultado de las nuevas pruebas médicas no dejaron lugar a dudas: el mal estaba demasiado avanzado, la situación era irreversible. A fin de que pasara esa última etapa en un sitio lo más agradable posible, nos fuimos al sanatorio del doctor Hoffmann. Y fue allí donde le dieron aquella habitación tan bonita, y con ese balcón por el que entraba el sol a todas horas.

Franz con amigos.jpg


Para entonces, del Franz de Müritz y Berlín, de ese excelente compañero casi siempre de buen humor y dispuesto a bromear, apenas si quedaba un amago de sonrisa cuando yo le contaba alguna anécdota graciosa para hacerle reír. Ya no hablábamos nunca del futuro. Vivíamos en el presente y nuestra meta más lejana era, como ya he dicho, celebrar juntos el aniversario de nuestro primer encuentro. Faltaba poco más de un mes y yo me había propuesto prepararle a Franz una sorpresa para ese día. Pero acabó siendo él quien me la dio a mí una mañana en la que, después de haber pasado una noche agitada, al despertarse y verme sentada al lado de la cama, me apretó con fuerza la mano y me preguntó si deseaba casarme con él. Nunca habíamos hablado de contraer matrimonio y, al pronto, me quedé sin saber qué decir. Pero enseguida caí en la cuenta del gran regalo que pretendía hacerme y, agradecida, lo besé en la frente. Fue un beso maternal, demorado. Sabía que pronto ya no tendría ocasión de mostrarle mi cariño y quise aunar en ese beso todos los que no podría darle más adelante.

Tras el desayuno, Franz utilizó la bandeja a modo de escritorio para escribirle a mi padre una carta en la que, sin ocultarle su precario estado de salud, le pedía permiso para casarse conmigo. En los días siguientes, ilusionado con la idea de la boda, pareció encontrarse mejor y eso nos creó la falsa esperanza de que aún no estuviera todo perdido. Pero aquel periodo de bonanza ilusoria se desvaneció en cuanto llegó la respuesta de mi padre. Nos decía que había consultado a un rabino de su confianza y que este desaconsejaba el enlace tanto por mi juventud como por su enfermedad. Cuando Franz leyó la carta, el ánimo se le vino abajo y perdió las pocas fuerzas que le quedaban. Solo la víspera de su muerte, quizás porque presentía ya su proximidad, pareció recuperar cierta presencia de ánimo y estuvo escribiendo cartas de despedida a sus hermanas y a su amigo Max, al que le decía, entre otras cosas, que a su muerte se encargara de quemar todos sus textos. Esa tarde estaba ya demasiado débil y, pese a sus gran fuerza de voluntad, llegó un momento en el que hasta sostener la pluma era demasiado esfuerzo para él; y a petición suya, fui yo quien terminó de escribir la posdata de la última carta. Aun así, por la noche se empeñó en corregir unas pruebas de imprenta y no hubo manera de convencerlo de que dejase la corrección para el día siguiente.

El destino es a veces muy cruel. Lo había sido ya con Franz dos semanas antes, cuando ya no podía emitir casi sonidos y le tocó corregir Josefina la cantora: «¿No te parece que he emprendido el estudio de los sonidos que emiten los animales en el momento justo?», le diría al doctor Klopstock en un alarde de humor negro. Y lo iba a ser de forma muy especial la víspera de su muerte. Su amigo Max le había traído unas galeradas en persona para tener la oportunidad de verlo. No quería, sin embargo, crearle alarma sobre la gravedad de su estado y no acudió al hospital hasta después de dar en Viena una conferencia que tenía pendiente. Las pruebas de imprenta que le trajo podrían haber sido de cualquier otro texto, pero fueron precisamente las de El artista del hambre, cuyo protagonista acaba muriendo de inanición. Conocía la historia porque Franz me la había leído en Berlín y, aunque yo le pedí que no la leyera esa noche, consciente quizás de que no tendría otra ocasión, se empeñó en hacerlo. El artista del hambre había hecho del ayuno un arte y, aunque ese arte había dejado de ser ya una atracción para el público, continuó practicándolo en soledad hasta que murió entre la paja de una jaula. En ese momento, Franz pesaba cincuenta kilos y, como tragar el más mínimo alimento le causaba un dolor de garganta insufrible, llevaba días sin comer apenas nada. El paralelismo entre ambos era grande. Tanto que, mientras corregía las galeradas, vi cómo las lágrimas corrían por sus mejillas. Lo único que pude hacer por aliviar su pena fue agarrarle la mano derecha para que supiera que él no moriría solo.

El resto, sus ahogos la madrugada del 3 de junio de 1924 y su sufrimiento hasta que, cerca del mediodía, el opio le puso punto final, ya lo he contado y sería morboso repetirlo. Solo deseo añadir que haber compartido casi un año de mi vida con Franz fue un privilegio y que me alegro de haberle aportado cariño y compañía cuando más lo necesitaba. El 12 de junio de 1923, en la que sería la última anotación de su diario, Franz había escrito: «Los terribles periodos de estos últimos tiempos, innumerables, casi ininterrumpidos. Paseos, noches, días; incapaz de nada excepto de sufrir». Un mes después de hacer esas afirmaciones, nos conoceríamos a orillas del Báltico y, gracias a mi ofrecimiento de vivir juntos en Berlín, pudo hacer realidad un deseo que él consideraba ya inalcanzable. Mi nombre solo será recordado por ese año de mi juventud que le dediqué a él para que, pese a su enfermedad, pudiera seguir consagrando las pocas fuerzas que le quedaban a la literatura. Un hombre que me amaba y al que yo amaba, y con en el que por desgracia ni siquiera pude compartir un vuelta al sol completa. Y aunque mi padre no consintió que nos casáramos, hubo gente que a su muerte me consideró su viuda. Por mi parte, ya he manifestado mi deseo de que mi cuerpo sea enterrado junto al suyo en Praga, en el Nuevo Cementerio Judío de Stranschnitz*.

Desde aquel mediodía en que le Franz olió por última vez unas flores, ha pasado mucho tiempo y, sobre todo, han pasado muchas cosas desagradables en mi vida. Milité en el partido comunista y contribuí en lo que pude a combatir ese horror que fue en nazismo. Junto con mi marido y mi hija Franziska, tuve que refugiarme en la URSS huyendo de la Gestapo. Ludwig murió allí en un campo de concentración y yo escapé con mi hija a Inglaterra, donde nos retuvieron en la isla de Man por considerarme una «extranjera enemiga». Perdí a la mayor parte de mi familia en el holocausto y, de no haber sido por mi hija y por el deseo de dar a conocer la obra de Franz, no creo que hubiera tenido fuerzas para seguir adelante. De todas estas penalidades, una que lamento mucho es que, justo diez años después de la muerte de Franz, en un registro de mi apartamento, la Gestapo me robara las 35 cartas que él me había enviado desde Praga en marzo de 1924. Por fortuna, me quedan sus textos y el recuerdo de su voz. Y gracias a ese recuerdo, cada vez que leo algo suyo, tengo la sensación de que es él quien de nuevo me lo está leyendo en voz alta. Y cuando eso ocurre, no puedo evitar emocionarme hasta las lágrimas.

* La última voluntad de Dora Diamant no fue atendida y sus restos reposan en Londres, en el cementerio judío de East Ham.


Dora Diamant.jpg


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Última edición por jilguero el 12 Sep 2023 21:10, editado 4 veces en total.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

ratonB escribió: 17 Nov 2022 13:57 Perdón por la teórica...
Al revés, toda información con conocimiento de causa es bien venida.
jilguero escribió: 18 Nov 2022 09:46 Mi vuelta al sol con K.
Hace tiempo, Cata, que me apetecía bucear en ese último año de vida de Kafka y hacerlo de la mano de esa joven, Dora Diamant, a la que conoció a orillas del Báltico el verano anterior a su muerte.

Como deseaba conocer los detalles sobre cómo transcurrió esa última vuelta al sol de Franz Kafka, he rebuscado en su diario (solo hace una y última anotación en ese último año), en las Cartas a Milena y en algunos testimonios, especialmente de la misma Dora. El resultado es una pamplina que apenas si bordea la realidad. A cambio, es una pamplina que refleja cómo fue la vida del autor cuando ya estaba condenado a muerte.

Es un autor extraño del que ya te he dejado algunas citas sobre su Informe para una Academia que empieza así:
¡Honorables señores de la Academia!
Representa para mí un gran honor aceptar su invitación y, consiguientemente, presentarles mi informe a la Academia sobre mi anterior vida simiesca. No obstante, por desgracia, no puedo corresponder a sus requerimientos en tal sentido. Ya han transcurrido casi cinco años desde que me escindí de aquella condición de primate, un periodo de tiempo que, si nos atenemos al calen-dario, quizá pueda resultar breve, pero que fue infinitamente largo de recorrer, sobre todo si consideramos el modo en que yo lo hice...


Y que decía cosas como:
A partir de un cierto punto ya no hay vuelta atrás. Hay que llegar a ese punto.
o
El mutismo es uno de los atributos de la perfección.

Y si esta última afirmación es cierta, con la verborrea que se gasta Jilguero habremos de concluir que, aparte de marrullero, es un pájaro imperfecto. :cunao:


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Ayer, Cata, por fin pareció llegar el otoño e incluso hubo ratos de lluvia.

Ayer.jpg

Pero mira cómo estamos hoy otra vez.

Mar on gaviota.jpg
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Tolomew Dewhust »

He googleado el tema de la muñeca porque me parecía buenisimo, y resulta que sí, que efectivamente fue el cartero particular de aquella cría...

Voy a leer algo más sobre Kafka, Jilguero. Gracias por hacer que me pique la curiosidad.
Hay seres inferiores para quienes la sonoridad de un adjetivo es más importante que la exactitud de un sistema... Yo soy uno de ellos.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Tolomew Dewhust escribió: 21 Nov 2022 12:38 He googleado el tema de la muñeca porque me parecía buenisimo, y resulta que sí, que efectivamente fue el cartero particular de aquella cría...

Voy a leer algo más sobre Kafka, Jilguero. Gracias por hacer que me pique la curiosidad.
:hola: Es un autor extraño. No te aconsejo las novelas, salvo La metamorfosis que es una novela corta o un cuento largo. Pero en Ciudad Seva* puedes picotear en los cuentos (está La metamorfosis también). Hay que acostumbrarse a él antes de sacarle partido. Personalmente me gustan mucho los cuentos El silencio de las sirenas y Un artista del trapecio entre otros. Mas, como ya te he dicho, hace falta acostumbrarse a él. Por cierto, Ororo era una gran admiradora del autor. :wink:

*https://ciudadseva.coT/autor/franz-kafka/cuentos/


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Snorry »

jilguero escribió: 18 Nov 2022 09:46

Mi vuelta al sol con K.




Franz Kafka.jpg


No es la primera vez que me piden que hable de mi vida con Franz, ni tampoco la primera vez en que accedo a hacerlo. Y si accedo de nuevo, es porque recordar el tiempo compartido es una buena manera de seguir teniéndolo muy presente. Todavía hoy, cuando leo sus textos, me emociono; e incluso creo escuchar su voz como si fuera él quien me los estuviera volviendo a leer en voz alta. Pero, por desgracia, recordar ese tiempo compartido significa también permitir que se me vengan a la cabeza las tristes escenas de cuando su laringe, ya muy enferma, solo podía emitir entrecortados susurros…

Los médicos le habían diagnosticado tuberculosis de laringe y le habían prescrito una cura de silencio. Se comunicaba con nosotros casi exclusivamente por medio de notas escritas. Por aquel entonces, Franz se encontraba ya hospitalizado en el sanatorio del doctor Hoffmann, situado en una zona boscosa de los alrededores de Viena. La habitación era muy alegre, con un balcón por el que entraba el sol todo el día. Sabían que aquella sería su última morada terrenal y habían tenido la deferencia de procurar que fuera lo más agradable posible. Su estado de salud era ya muy precario y, a pesar de que para él escribir era tan necesario como respirar, durante su estancia en aquel centro, lo único que escribió fueron algunas cartas y las notas prosaicas para comunicarse con los demás.

Los dos éramos conscientes de que el final estaba próximo. El plan de viajar a Palestina y montar en Tel-Aviv un pequeño negocio para que Franz, convertido en camarero, pudiera observar a la gente a su antojo, estaba ya descartado. Pero faltaba poco para que fuese el aniversario de nuestro primer encuentro y completar aquella primera vuelta al sol juntos era en ese momento nuestra única meta. Una meta poco ambiciosa a posta porque, si queríamos que fuese un acicate para no rendirse, debía de ser ante todo alcanzable. Mas ni siquiera ese pequeño triunfo nos fue concedido. Y la madrugada del 3 de junio de 1924, la precaria salud de Franz sufrió un empeoramiento y, poco antes de mediodía, tras hacer un último esfuerzo para oler las flores que yo le acababa de obsequiar, murió.

Me consuela saber que el opio hizo bien su trabajo y que Franz se fue sin apenas darse cuenta. Había pactado con doctor Klopstock que, cuando llegara el momento, para no sufrir más de lo necesario, le inyectaría una dosis letal de morfina. Avisé a las cuatro de la mañana porque tenía muchas dificultades para respirar. Le pusieron hielo alrededor de la garganta y, aunque mejoró un poco, su respiración siguió siendo trabajosa y los ataques de tos no cesaron. A media mañana, el doctor me mandó a echar una carta. Me extrañó, pero estaba tan aturdida que le hice caso. Luego he sabido que Franz le había hecho prometer que me alejaría para que no lo viera agonizar. A última hora, sin embargo, me echó demasiado en falta y decidieron ir en mi busca. Llegué con el tiempo justo de obsequiarle las flores y de agarrarle la mano para que supiera que no moría solo.

Cuando rememoro ese instante, me gusta pensar que, gracias a la fragancia de mi regalo, puede que muriera creyendo que se hallaba en el parque en el que, meses atrás, había hecho las veces de cartero. Y es que, al principio de estar en Berlín, la salud de Franz mejoró y eso le permitía dar largos paseos por el parque de Stegltiz. Un día, en que yo le acompañaba, vimos una niña que lloraba con desconsuelo porque había perdido su muñeca. A Franz se le ocurrió consolarla diciéndole que estaba de viaje. La niña le preguntó que cómo lo sabía y él le respondió que porque la muñeca le había escrito una carta a ella. Cuando la niña quiso verla, le dijo que la había olvidado en casa pero que le prometía llevársela al día siguiente al parque. Esa noche escribió la primera carta de la muñeca viajera con la misma entrega con la que solía escribir todos sus textos. Y durante tres semanas, continuó haciéndolo a diario hasta que consideró que la niña estaba preparada para aceptar la perdida. Escribió, entonces, una última carta en la que la muñeca le comunicaba a su antigua dueña que se había casado y que, como era lógico, ya no podrían volver a verse. La niña escuchó la noticia con naturalidad, sin dar muestra alguna de tristeza, y Franz respiró aliviado.

Si soy sincera, no sé en qué estaría pensando, si es que aún podía pensar en algo, mientras hizo aquel último esfuerzo por oler las flores. Pero, si hubiera estado en mis manos elegir su postrer pensamiento, tengo que confesar, no sin rubor, que hubiera deseado que creyera que de nuevo se encontraba a orillas del Báltico. Fue allí, en Müritz, donde ambos coincidimos por primera vez en julio de 1923. Acompañado de su hermana mayor y de los hijos de esta, Franz había acudido a aquel lugar de veraneo con la esperanza de que los baños en el mar y la brisa marina aliviaran su dolencia pulmonar. Yo estaba también en Müritz, trabajando de voluntaria en una colonia de vacaciones de niños judíos. La primera vez que lo vi estaba en la playa, sentado en una butaca de mimbre, en compañía de su hermana y sus sobrinos. Al pronto pensé que era un hombre casado que se hallaba de veraneo con su familia.

Yo era muy joven aún y, debido a mi inexperiencia, también muy impresionable. Por eso, cuando giró la cabeza y me miró con atención, como si esperara algo de mí, me impresionó tanto que, aun sin saber quiénes eran, los seguí hasta la ciudad. A Franz lo recuerdo, alto y delgado, alejándose de la playa a grandes zancadas; y a su hermana y a sus sobrinos apresurando el paso para no quedarse atrás. Y recuerdo también que, ese mismo día, volví a verlo al atardecer. Yo estaba en la cocina de la colonia preparando la cena y tuve la sensación de que alguien me estaba observando. Levanté la vista y, en cuanto vi su silueta en la ventana, supe que era el mismo hombre que había visto esa mañana en la playa. Aunque estaba muy erguido, tenía la cabeza inclinada hacia un lado de una manera que despertó en mí ternura. Luego lo vi entrar por la puerta y avanzar hacia donde yo me encontraba cortando carne. Fue entonces cuando escuché por primera vez su voz, suave y cálida, lamentándose por mí: «¡Unas manos tan delicadas y tiene usted que hacer un trabajo tan cruento…!».

En ese momento, no entendí que veía de malo en lo que estaba haciendo. Pero, cuando se marchó, una compañera me dijo que era vegetariano y supuse que, al ver mis manos manchadas de sangre, pensó que mi tarea debía ser muy desagradable. Y es que Franz era un individualista, pero no por eso dejaba de preocuparse por el prójimo. Lo mismo que era un solitario y no por eso dejaba de necesitar la comunicación con los demás; de hecho, no tardó en confesarme que tenía la sensación de que solo, aislado del mundo exterior, no era nada. Fue, pues, lógico que buscara mi compañía, sobre todo a partir de que supo lo duro que había sido mi pasado por ser judía y mi gran implicación con el judaísmo. Hasta que se marchó de Müritz, compartimos largos ratos de conversación. Le gustaba debatir con la gente y exponer su punto de vista, pero sabía escuchar la opinión del otro como poca gente sabe hacerlo.

Una tarde, para defender mi argumentación, saqué la Biblia y le leí la Canción de la viña del libro de Isaías. Cuando acabé, repitió de memoria el lamento del viñador: «¿Qué más se puede hacer a mi viña, que no se lo haya hecho yo? Yo esperaba que diese uvas. ¿Por qué ha dado agraces…?». Lo recitó con voz entristecida, como si estuviera haciendo suyas las palabras del profeta; y aunque desconociese la razón de su tristeza, me conmovió escucharlo. Unos meses más tarde, viviendo ya en Berlín, al ver que su enfermedad empeoraba, me pidió que quemara algunos escritos suyos porque, según me dijo, no valían nada. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, mientras recitaba las palabras de Isaías, era de esos agraces, de sus textos imperfectos, de los que se lamentaba.

Se me ha criticado mucho porque que destruyera algunos de los trabajos de Kafka, pero yo era entonces joven y estaba enamorada. Quería respetar su voluntad y, puesto que él se encontraba en la cama y no podía hacerlo, me limité a prestarle mis manos. Me explicó que aquello lo había escrito solo para liberarse de sus fantasmas, del recuerdo de todo lo que le había atormentado de su vida en Praga. Lo consideraba carentes de valor, pura morralla. Estaba convencido de que no podría escribir nada que mereciera la pena mientras no consiguiera ser del todo libre. Para Franz, la literatura era algo sagrado y no se conformaba, por tanto, con crear mediocridades. Tenía un sentido trascedente y cósmico de la vida y quería llegar hasta el fondo de las cosas, incluso de las más pequeñas y cotidianas. En realidad, él vivía en ese fondo y pretendía dárselo a conocer a los demás a través de su obra. Una obra que, por culpa de su enfermedad, no tuvo tiempo de hacer aflorar del todo.

A mediados de agosto, Franz regresó a Praga en compañía de su hermana y sus sobrinos. Pero antes de su marcha, durante el tiempo compartido en Müritz, habíamos hablado mucho del futuro y me había confesado su deseo de vivir en Berlín. Veía esa ciudad como una estación de tránsito de su añorado viaje a Pelestina: «Si nunca más me levantaré de la cama, ¿Por qué no ir al menos a Palestina?», le escribiría a su amiga Milena en una carta que ese otoño le envió desde Berlín. Y me dijo también que no se atrevía a trasladarse a esa ciudad porque su precario estado de salud no le permitía vivir ya solo. Le propuse acompañarlo y ser yo quien me ocupara de las tareas domésticas y de atenderlo cuando se encontrara indispuesto. Vi que se le iluminaban los ojos y, tras reflexionar unos segundos, aceptó mi oferta. «Vivir solo en Berlín me resultaba por supuesto imposible, en todo sentido; no únicamente en Berlín, sino vivir solo en cualquier parte. Pero también encontré para eso en Müritz una solución, de carácter bastante inverosímil», le diría a Milena en esa misma carta de otoño. Todavía hoy me llena de orgullo pensar que, gracias a mi ofrecimiento, a esa solución inverosímil, Franz pudo hacer realidad su anhelo de vivir en Berlín.

Nuestra vida en esa ciudad no fue fácil. Nos cambiamos de casa en varias ocasiones, porque la inflación era muy alta y apenas si teníamos dinero para lo más necesario. Hubo momentos en los que ni siquiera nos podíamos permitir usar la electricidad. Aun así, cuando Franz estaba en trance creador, yo me ocupaba de que en su escritorio no le faltara la luz y de que, al acabar su trabajo, tuviera un plato de comida caliente para reponer las fuerzas. En la mesa en la que escribía colocaba una lámpara de queroseno y la comida se la calentaba con los restos de las velas. Lo habitual era que, cuando se encontraba bien, Franz se interesara por todo y le gustase ir a la calle a hacer los recados para estar en contacto con la gente sencilla. Sin embargo, en los días previos a empezar a escribir, nada del mundo exterior atraía su atención y apenas si hablaba. Comía, además, poco y sin apetito. Y de súbito, en el momento menos esperado, se ponía manos a la obra y ya no se detenía, ni de día ni de noche, hasta que no lograba plasmar en el papel lo que tenía en la cabeza. Al principio de vivir juntos, le molestaba mi presencia mientras escribía. Luego, en cambio, le cogió gusto a que me quedase en la habitación y hubo noches en las que me tocó dormir en el sofá.

La mayor parte del tiempo estábamos los dos solos y conversábamos a menudo sobre el judaísmo. Las visitas le solían molestar, especialmente los días en los que no se encontraba bien. Pero Franz atraía a la gente porque su forma de escuchar hacía que todos se sintieran cómodos en su presencia. No obstante, sabían que se encontraba enfermo y se acercaban a él con respeto y delicadeza, andando casi de puntillas para no hacer ruido. Por lo común, la gente lo visitaba para interesarse por su salud o conversar un rato con él. En el caso de los escritores, había también veces en que iban a verlo porque deseaban conocer su opinión sobre su trabajo. Recuerdo que un día lo visitó Franz Werfel. Traía en la mano un ejemplar de la novela que le acababan de publicar y se le veía feliz. Desde la habitación de al lado, lo escuché leyendo en voz alta fragmentos de su texto. Después de un buen rato, lo vi marcharse con los ojos anegados en lágrimas y, cuando entré a ver a Franz, también él estaba llorando. A su amigo no había sido capaz de decirle ni una sola palabra sobre su libro, pero conmigo se desahogó: «¡Qué pueda haber algo tan espantoso!», me dijo apesadumbrado.

Franz era siempre así de implacable, incapaz de mentir a la hora de mostrar su aprobación o su rechazo. Juzgaba la obra de los demás con la misma severidad con la que juzgaba la suya. Al igual que juzgaba los actos de los demás con la misma severidad con la que juzgaba los suyos. Era partidario de que cada uno asumiera la responsabilidad de su propia conducta y evitara justificarse culpando a los demás. El victimismo le parecía la peor de las actitudes posibles, la que más fuerza le resta al hombre para enfrentarse con valentía a la vida. «Rabia es lo que siente un niño cuando su castillo de naipes se derrumba porque un adulto empuja la mesa. Pero el castillo de naipes no se derrumba porque alguien empuja la mesa, sino porque se trata de un castillo de naipes. Un verdadero castillo no se derrumba, ni siquiera cuando alguien parte la mesa en trozos para hacer leña. No necesita unos cimientos ajenos», le aclararía a su amigo Max en una postal que le mandó durante ese último año compartido conmigo.

A pesar de mis desvelos, ese invierno la salud de Franz empeoró mucho. Tanto que hasta escribir lo dejaba exhausto: «…los viejos males han vuelto a encontrarme incluso aquí, me han atacado y me han vencido un poco; hay momentos en que todo me fatiga, cada trazo del portaplumas; todo lo que escribo me parece demasiado importante, fuera de proporción con mis fuerzas…», le diría a su amiga Milena en una carta escrita el 25 de diciembre de 1923. Y a primeros de marzo, su estado era todavía más delicado y tenía fiebre casi a diario. Llamé al Hospital Judío y le pedí al doctor Nelken, un conocido mío, que viniera a ver a Franz. La enfermedad había avanzado tanto que lo único que pudo hacer por él fue recetarle algunos medicamentos para aliviarle la tos y bajarle la fiebre. Al verse en ese estado, decidió volver a Praga en compañía de Max. No me dejó ir con ellos porque no quería que fuera a la casa donde había sido tan desgraciado ni que conociera tampoco a su padre. Lo odiaba y, al mismo tiempo, se sentía culpable de albergar un sentimiento así por quien le había dado la vida. Cumplí su deseo y me quedé en Berlín, aunque con el alma en vilo. Me escribía a diario y en sus cartas seguía siendo el mismo de siempre. Un día, por ejemplo, me dijo que había descubierto, leyendo a Tolstói, que el hombre comete algunos «fallos técnicos» en el trato consigo mismo. Supongo que había llegado a la conclusión de que también él los había cometido.

Por lo demás, las noticias sobre su salud no eran buenas y, a finales de marzo, me dio permiso para acudir a Praga, donde me encontré con un Franz muy enfermo, que ya solo podía emitir susurros, pero que conservaba intacto su vigor mental. Tuve la sensación de que la enfermedad se había convertido para él en una suerte de liberación. En cierto modo, estar enfermo le relegaba de tener que tomar decisiones y eso le producía sosiego. Lo malo era que parecía haber dejado también de luchar contra su mal. Sus hermanas, en cambio, no estaban dispuestas a rendirse y lo convencieron de que se internara en el hospital de Wiener Wald. Allí le diagnosticaron por primera vez la tuberculosis de laringe y pensaron que lo mejor era trasladarlo a la clínica del profesor Hajek, el mejor especialista en laringología de Viena. Pero el resultado de las nuevas pruebas médicas no dejaron lugar a dudas: el mal estaba demasiado avanzado, la situación era irreversible. A fin de que pasara esa última etapa en un sitio lo más agradable posible, nos fuimos al sanatorio del doctor Hoffmann. Y fue allí donde le dieron aquella habitación tan bonita, y con ese balcón por el que entraba el sol a todas horas.

Franz con amigos.jpg


Para entonces, del Franz de Müritz y Berlín, de ese excelente compañero casi siempre de buen humor y dispuesto a bromear, apenas si quedaba un amago de sonrisa cuando yo le contaba alguna anécdota graciosa para hacerle reír. Ya no hablábamos nunca del futuro. Vivíamos en el presente y nuestra meta más lejana era, como ya he dicho, celebrar juntos el aniversario de nuestro primer encuentro. Faltaba poco más de un mes y yo me había propuesto prepararle a Franz una sorpresa para ese día. Pero acabó siendo él quien me la dio a mí una mañana en la que, después de haber pasado una noche agitada, al despertarse y verme sentada al lado de la cama, me apretó con fuerza la mano y me preguntó si deseaba casarme con él. Nunca habíamos hablado de contraer matrimonio y, al pronto, me quedé sin saber qué decir. Pero enseguida caí en la cuenta del gran regalo que pretendía hacerme y, agradecida, lo besé en la frente. Fue un beso maternal, demorado. Sabía que pronto ya no tendría ocasión de mostrarle mi cariño y quise aunar en ese beso todos los que no podría darle más adelante.

Tras el desayuno, Franz utilizó la bandeja a modo de escritorio para escribirle a mi padre una carta en la que, sin ocultarle su precario estado de salud, le pedía permiso para casarse conmigo. En los días siguientes, ilusionado con la idea de la boda, pareció encontrarse mejor y eso nos creó la falsa esperanza de que aún no estuviera todo perdido. Pero aquel periodo de bonanza ilusoria se desvaneció en cuanto llegó la respuesta de mi padre. Nos decía que había consultado a un rabino de su confianza y que este desaconsejaba el enlace tanto por mi juventud como por su enfermedad. Cuando Franz leyó la carta, el ánimo se le vino abajo y perdió las pocas fuerzas que le quedaban. Solo la víspera de su muerte, quizás porque presentía ya su proximidad, pareció recuperar cierta presencia de ánimo y estuvo escribiendo cartas de despedida a sus hermanas y a su amigo Max, al que le decía, entre otras cosas, que a su muerte se encargara de quemar todos sus textos. Esa tarde estaba ya demasiado débil y, pese a sus gran fuerza de voluntad, llegó un momento en el que hasta sostener la pluma era demasiado esfuerzo para él; y a petición suya, fui yo quien terminó de escribir la posdata de la última carta. Aun así, por la noche se empeñó en corregir unas pruebas de imprenta y no hubo manera de convencerlo de que dejase la corrección para el día siguiente.

El destino es a veces muy cruel. Lo había sido ya con Franz dos semanas antes, cuando ya no podía emitir casi sonidos y le tocó corregir Josefina la cantora: «¿No te parece que he emprendido el estudio de los sonidos que emiten los animales en el momento justo?», le diría al doctor Klopstock en un alarde de humor negro. Y lo iba a ser de forma muy especial la víspera de su muerte. Su amigo Max le había traído unas galeradas en persona para tener la oportunidad de verlo. No quería, sin embargo, crearle alarma sobre la gravedad de su estado y no acudió al hospital hasta después de dar en Viena una conferencia que tenía pendiente. Las pruebas de imprenta que le trajo podrían haber sido de cualquier otro texto, pero fueron precisamente las de El artista del hambre, cuyo protagonista acaba muriendo de inanición. Conocía la historia porque Franz me la había leído en Berlín y, aunque yo le pedí que no la leyera esa noche, consciente quizás de que no tendría otra ocasión, se empeñó en hacerlo. El artista del hambre había hecho del ayuno un arte y, aunque ese arte había dejado de ser ya una atracción para el público, continuó practicándolo en soledad hasta que murió entre la paja de una jaula. En ese momento, Franz pesaba cincuenta kilos y, como tragar el más mínimo alimento le causaba un dolor de garganta insufrible, llevaba días sin comer apenas nada. El paralelismo entre ambos era grande. Tanto que, mientras corregía las galeradas, vi cómo las lágrimas corrían por sus mejillas. Lo único que pude hacer por aliviar su pena fue agarrarle la mano derecha para que supiera que él no moriría solo.

El resto, sus ahogos la madrugada del 3 de junio de 1924 y su sufrimiento hasta que, cerca del mediodía, el opio le puso punto final, ya lo he contado y sería morboso repetirlo. Solo deseo añadir que haber compartido casi un año de mi vida con Franz fue un privilegio y que me alegro de haberle aportado cariño y compañía cuando más lo necesitaba. El 12 de junio de 1923, en la que sería la última anotación de su diario, Franz había escrito: «Los terribles periodos de estos últimos tiempos, innumerables, casi ininterrumpidos. Paseos, noches, días; incapaz de nada excepto de sufrir». Un mes después de hacer esas afirmaciones, nos conoceríamos a orillas del Báltico y, gracias a mi ofrecimiento de vivir juntos en Berlín, pudo hacer realidad un deseo que él consideraba ya inalcanzable. Mi nombre solo será recordado por ese año de mi juventud que le dediqué a él para que, pese a su enfermedad, pudiera seguir consagrando las pocas fuerzas que le quedaban a la literatura. Un hombre que me amaba y al que yo amaba, y con en el que por desgracia ni siquiera pude compartir un vuelta al sol completa. Y aunque mi padre no consintió que nos casáramos, hubo gente que a su muerte me consideró su viuda. Por mi parte, ya he manifestado mi deseo de que mi cuerpo sea enterrado junto al suyo en Praga, en el Nuevo Cementerio Judío de Stranschnitz*.

Desde aquel mediodía en que le Franz olió por última vez unas flores, ha pasado mucho tiempo y, sobre todo, han pasado muchas cosas desagradables en mi vida. Milité en el partido comunista y contribuí en lo que pude a combatir ese horror que fue en nazismo. Junto con mi marido y mi hija Franziska, tuve que refugiarme en la URSS huyendo de la Gestapo. Ludwig murió allí en un campo de concentración y yo escapé con mi hija a Inglaterra, donde nos retuvieron en la isla de Man por considerarme una «extranjera enemiga». Perdí a la mayor parte de mi familia en el holocausto y, de no haber sido por mi hija y por el deseo de dar a conocer la obra de Franz, no creo que hubiera tenido fuerzas para seguir adelante. De todas estas penalidades, una que lamento mucho es que, justo diez años después de la muerte de Franz, en un registro de mi apartamento, la Gestapo me robara las 35 cartas que él me había enviado desde Praga en marzo de 1924. Por fortuna, me quedan sus textos y el recuerdo de su voz. Y gracias a ese recuerdo, cada vez que leo algo suyo, tengo la sensación de que es él quien de nuevo me lo está leyendo en voz alta. Y cuando eso ocurre, no puedo evitar emocionarme hasta las lágrimas.

* La última voluntad de Dora Diamant no fue atendida y sus restos reposan en Londres, en el cementerio judío de East Ham.


Dora Diamant.jpg



*****



Hola. Paso furtivamente por aquí. Aunque... si hubiera alguna silla libre... Supongo que es de perogrullo hablar sobre la soltura de tu prosa, me encanta la fluidez, el desparpajo, la elegancia. Tienes el duende del que hablaba Lorca. Lo único que no me convence, desde la ignorancia, es que no acabo de creerme la historia de Kafka y la muñeca, y quizá le da un toque demasiado dulzón al asunto.
Saludos.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Snorry escribió: 22 Nov 2022 11:57 Hola. Paso furtivamente por aquí. Aunque... si hubiera alguna silla libre... Supongo que es de perogrullo hablar sobre la soltura de tu prosa, me encanta la fluidez, el desparpajo, la elegancia. Tienes el duende del que hablaba Lorca. Lo único que no me convence, desde la ignorancia, es que no acabo de creerme la historia de Kafka y la muñeca, y quizá le da un toque demasiado dulzón al asunto.
Saludos.
Muchas gracias, Snorry, por pasarte por el bujío y, aún más, por emplear tiempo en leer una pamplina de Jilguero.

Sillas no tenemos, pero sí peculiares mecedoras con forma de berenjena porque, por si no lo sabes, este bujío se encuentra en medio de un berenjenal. Y, como los bujianos son de mucho ir y venir, siempre hay alguna vacía :wink:.

ImagenImagen


Son muy cómodas. De hecho, por el momento nadie se ha quejado.

Respecto a que no te crees la historia de la muñeca, te entiendo pues no cuadra con la idea que solemos tener de Kafka. Lo único que puedo decirte es que lo contó la propia Dora Diamant, en Mi vida con Franz Kafka, uno de los testimonios/recuerdos recopilados en el libro Cuando Kafka vino hacía mí; testimonios recopilados tras pedirle a gente que había conocido a Franz Kafka (amigos, compañeros de colegio, médicos, enfermeras, etc.) que contara lo que recordase de él.

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La mayor parte de la información la he sacado del testimonio de Dora, si bien he puesto en su boca citas de Carta a Milena o de una anotación de los diarios de Kafka que ella no mencionó en su testimonio, pero que yo he comprobado son de esas fechas (tengo ambos textos en casa) y me parecía interesantes incluirlos.

Y a partir del testimonio de Dora, aunque creo que las cartas no se conservan, ha habido más gente que le ha dado crédito a la historia de la muñeca.

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Te cuento todo esto para que conozcas la razón de haber incluido esa historia. Pero, como ya te he dicho, tampoco a mi me cuadraba con la personalidad de él y comprendo que te resulte poco creíble. Dora murió ya y nunca tendremos la seguridad de si se lo inventó ella o ocurrió de verdad.

Por cierto, por si te ha resultado un tanto dulzón también lo de que Kafka muriera oliendo un ramo de flores, lo he sacado del testimonio de una enfermera que estuvo presente (o dijo estarlo) en el momento de la muerte. Ella es la que cuenta que Kafka había pedido que alejaran a Dora para que no viera su agonía, pero que luego se arrepintió. Da, además, algún detalle macabro que he preferido omitir, sobre que abrió un ojo: "...en los últimos minutos, Kafka echó de menos a Dora. "Envié a una doncella a buscarla,-escribe la enfermera- pues el edificio de Correos estaba en las inmediaciones". Dora volvió sin aliento, con unas flores, que sin duda acababa de comprar, en una mano. Kafka parecía estar inconsciente. Dora sujetaba las flores ante su rostro. "Franz, mira qué hermosas flores, huele", susurró. "Entonces el moribundo, que ya parecía ausente, se incorporó una vez más y las olió. Fue incomprensible. Y aún más incomprensible resultó que abriera el ojo izquierdo e hiciera el efecto de estar vivo....".

Eso sí, lo de que oler las flores le evocara que estaba otra vez en el parque o que Dora hubiera preferido que muriera pensando en su encuentro a orillas del Báltico, es de mi cosecha, pensando en que si de verdad llegó a oler las flores bien podría haber recordado algún lugar con flores, como el parque donde encontró a la niña llorando.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

A veces a mi me gusta leer los relatos empezando por el final y este relato lo he empezado por el final. Y me ha gustado. Mas adelante empezaré por el principio.
Después de un día lluvioso ha salido el sol a la hora del ocaso y me ha dado esa alegría.
Última edición por luchana el 23 Nov 2022 22:44, editado 1 vez en total.
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

Aranjuez en otoño. Tenia ganas de pasarme por Aranjuez y he tenido suerte. Un saludo, bujianos

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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

luchana escribió: 23 Nov 2022 22:42 Aranjuez en otoño. Tenia ganas de pasarme por Aranjuez y he tenido suerte.
¡Qué alameda de hojas caída! Una preciosidad. Creo recordar que el pasado otoño también estuviste en Aranjuez. ¿Por qué empezó este peregrinar otoñal a esos jardines en concreto?
luchana escribió: 23 Nov 2022 22:34 A veces a mi me gusta leer los relatos empezando por el final y este relato lo he empezado por el final.
¿Cómo lo lees párrafo a párrafo desde final hasta el comienzo? Nunca he leído nada así. Lo haré.
luchana escribió: 23 Nov 2022 22:34 Después de un día lluvioso ha salido el sol a la hora del ocaso y me ha dado esa alegría.
No hay nada como los contrastes para sentir. Nuestros sentidos están especializados en eso :wink:.


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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por luchana »

jilguero escribió: 24 Nov 2022 13:17
luchana escribió: 23 Nov 2022 22:42 Aranjuez en otoño. Tenia ganas de pasarme por Aranjuez y he tenido suerte.
¡Qué alameda de hojas caída! Una preciosidad. Creo recordar que el pasado otoño también estuviste en Aranjuez. ¿Por qué empezó este peregrinar otoñal a esos jardines en concreto?
luchana escribió: 23 Nov 2022 22:34
A veces a mi me gusta leer los relatos empezando por el final y este relato lo he empezado por el final.
¿Cómo lo lees párrafo a párrafo desde final hasta el comienzo? Nunca he leído nada así. Lo haré.
luchana escribió: 23 Nov 2022 22:34 Después de un día lluvioso ha salido el sol a la hora del ocaso y me ha dado esa alegría.
No hay nada como los contrastes para sentir. Nuestros sentidos están especializados en eso :wink:.
"Creo recordar que el pasado otoño también estuviste en Aranjuez"
¿Que suerte tienes con esa memoria que tienes! Yo no lo recuerdo. Pero como cuando viajo grabo el recorrido por donde voy pasando, y escribo las impresiones que saco de los sitios por donde paso, miraré a ver si estuve en Aranjuez el otoño pasado.
"¿Por qué empezó este peregrinar otoñal a esos jardines en concreto?"
Me gustan los arboles en otoño los colores que toman, como alfombran el suelo con esas hojas. He estado en diversos bosques: en La Selva de Irati, en los montes de la Cornisa Cantábrica, al norte de Burgos, pero aunque los árboles de Aranjuez aunque no sean bosque naturales no dejan de ser preciosos y es una gozada disfrutar de sus colores. Además lo bueno que tienen es que esta muy fácil disfrutar de ellos. He ido varias veces, pero esta ha sido de las que mas he disfrutado. Y luego sus jardines sus fuentes, los arriates de flores... Pensaba que aquí tenemos un Versalles español, y la cantidad de genta que va a Versalles a ver sus jardines. Pues yo me conformo e incluso prefiero las arboledas de Aranjuez en otoño. A ver si el próximo otoño puedo convencer a alguien que disfrute con ello para que me acompañe y disfrutar juntos.
Es un poco exagerado decir que empiezo los libros por el final. Me suele pasar que cuando leo un libro en que se desarrolla una historia y que me tiene intrigado y estoy impaciente por saber el final, me voy al ultimo cápitulo para ver como termina, y voy avanzando capítulos hacia atrás hasta que se resuelve el misterio, y entonces ya me quedo tranquilo. Pero por eso el libro o novela no pierde su encanto para mi, ya que voy viendo poco a poco como se va desarrollando la trama, lo que me sirve para la mejor comprensión de la misma.
P.d.
Si que estuve en Aranjuez el año pasado, estuve el 1 de noviembre y no estaban tan bonitos los árboles y el suelo. Aproveché que tuve que ir a Bilbao y a la vuelta pasar por Aranjuez. Esta vez he ido a propósito a ver los jardines en otoño
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

luchana escribió: 26 Nov 2022 01:19 He ido varias veces, pero esta ha sido de las que mas he disfrutado. Y luego sus jardines sus fuentes, los arriates de flores...
luchana escribió: 26 Nov 2022 01:19 Si que estuve en Aranjuez el año pasado
Es que recordaba que nos mostraste también alguna foto y nos hablaste de esos jardines. Lo recuerdo porque me los puse en mi lista de tareas pendientes.


Y mientras Luchana se nos pasea por los jardines de Aranjuez, también aquí el otoño sigue su curso. Y a pesar de la extrema sequía (el calor me agobia en verano y la sequía en el resto), el sol sigue saliendo por la zona portuaria.

Amaneciendo.jpg


Y la vida sigue rebrotando allá donde la dejan.

La vida sigue.jpg

PD: y el libro de Albatross, que no es mío sino de tu retoño, sigue por mi casa (jajaja).
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »


Como estoy, Cata, preocupada por la sequía, se me ha ocurrido bajar (no queda en mi ruta habitual) a ver cómo estaba la anémona de tierra (Mesembryanthemum crystallinum), que tan bonita lucía en junio:

Anémona de tierra.jpg

Y mira cómo está ahora:

Cristata.jpg

Irreconocible, ¿verdad? De hecho sé que es ella porque la tengo muy bien localizada.

Es una planta precisamente muy resistente, con lo cual espero que haya semillas dormidas aguardando a que llueva para germinar.

Le haremos un seguimiento. :wink:
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por Gretogarbo »

jilguero escribió: 27 Nov 2022 22:38Y mira cómo está ahora:
Upssss, tremendo.
Recuento 2024
Ayer: Hoy es un buen día para morir. Colo
Soberbia. William Somerset Maugham
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jilguero
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Re: El bujío de Santa Catalina 2 (Bordeando la realidad)

Mensaje por jilguero »

Gretogarbo escribió: 28 Nov 2022 10:10
jilguero escribió: 27 Nov 2022 22:38Y mira cómo está ahora:
Upssss, tremendo.
Así es. Además, los pocos "parches" verdes que hay en algunas zonas son de la planta invasora, Galenia secunda, de la que ya hemos hablado unos meses atrás.

Justo al lado de donde están las anémonas terrestres resecas, había una mancha verde, y era ella. Creo que vamos a asistir en directo a cómo va conquistando espacio en los taludes de la Playita de las Mujeres, que es de las que os suelo colgar fotos, salvo cuando estoy de veraneo en la otra banda.

Invasora.jpg
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Pesadilla bosquiana :party: Las cavilaciones de Juan Mute

El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre (A. Camus)
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