Rosas en el camposanto
Aquel uno de noviembre, festividad de Todos los Santos, ella, la madre, acudió temprano al cementerio. Era la primera vez que lo hacía después de su partida. Su muerte había sido una muerte anunciada desde poco después de su nacimiento. En aquella casa nadie ignoraba que cada despertar podría ser el último; y cada noche, la antesala del sueño eterno. Y justo porque ella lo sabía mejor que nadie, cuando cada mañana el niño zarandeaba los barrotes de la cuna, o balbuceaba algunas palabras en su jerga nunca clara, corría a besarlo. Él le sonreía entonces con su sonrisa imperfecta ―siempre oblicua: una comisura de la boca hacia arriba, la otra hacia abajo― y ella lo levantaba todo lo alto que podía para mirarlo desde abajo como si fuese un regalo a punto de caerle del cielo.
Mientras él estuvo vivo, la madre no pensó en el futuro. Se aferraba a cada instante con una esperanza ciega y se acostumbró a ese milagro cotidiano que era la vida de su hijo. Aquel silencio matutino de la casa le cogió por sorpresa. La vida en común había sido corta pero muy intensa. Los primeros días sin él se sintió perdida. El resto de sus hijos habían aprendido a desenvolverse sin su ayuda; y, tras su muerte, ya nadie le reclamaba que lo cobijase entre sus brazos, ni le tiraba de la mano para que abandonara lo que estuviera haciendo y lo sacase de paseo, ni le pedía que se inclinara en los arriates para oler las flores que los dedos engarrotados de sus manitas le ofrecían.
Sí, ya nadie la invitaba a oler rosas, sus flores favoritas, diciéndole con su lengua de trapo eso de «¡ummm, qué bien ole!, tú, tú, tú... ». Un tú insistente, tenaz, que no admitía desobediencia ni demora. Un tú acompañado de una oblicua sonrisa ante la que ella siempre se rendía. Doblaba entonces la cintura hasta colocar la nariz a la altura de la flor y la olía con fruición, como si en ello le fuera la vida. No la vida propia, sino la de él, la de ese niño enfermo cuya sonrisa oblicua era para ella la sonrisa más bonita del mundo.
Tardó mucho en dar sus primeros pasos y, cuando por fin los dio, estos fueron desacompasados y faltos de equilibrio. Tampoco consiguió nunca estirar del todo los dedos de las manos, ni usar estas con la destreza que lo hubiera hecho cualquier otro niño de su edad. Y el habla, también tardía, no pasó de ser una suerte de jerga que solo la madre entendía. De todos sus hijos, él era quien más la necesitaba; y eso la convirtió en adicta a su sonrisa imperfecta.
Había sido el tercer embarazo y, tras un parto sin problemas, estando ya a punto de abandonar el hospital, un meningococo, salido de sabe dios dónde, se coló en su cabecita, todavía blanda, y se la llenó de agua. Lo que vino después fue un indescriptible vía crucis de sufrimientos y sobresaltos, en el que las complicaciones se sucedieron las unas a las otras. Un calvario que ni siquiera cesó tras darle el alta, pues las visitas al hospital ―periódicamente necesitaba que le drenasen el exceso de líquido que se le acumulaba en la cabeza― jalonaron su corta vida hasta aquel aciago amanecer en el que ya no hubo zarandeo de barrotes ni balbuceos, sino solo un desolador silencio…
En la puerta del cementerio había un puesto de flores ―la tradicional caseta de madera pintada de verde, y con el lateral abatible haciendo alternativamente de cierre del mostrador o de tejado voladizo― y, delante de este, una multitud de flores tan próxima las unas a las otras que formaban una especie de tapiz único. Un grito de color que contrastaba con la monotonía blanquinegra ―un sinfín de tumbas en perfecta alineación― que se entreveía tras la verja de la entrada. Pensar en aquella caterva de caídos le hizo sentir un repentino escalofrío. Desde niña, no había podido evitar que los cementerios le provocaran repelús. No le asustaba la muerte, pero sí la presencia silenciosa de los muertos: su tenaz lucha por no caer en el olvido, por estar siempre presentes en la memoria de los vivos. Pero ahora era su niño del alma quien estaba allí y no le quedaba otro remedio que vencer su miedo ancestral a los camposantos.
En medio de aquella mezcolanza de aromas, la madre percibió la fragancia de las rosas y, al hacerlo, volvió a escuchar aquel «¡ummm, qué bien ole!, tú, tú, tú... ». Ese tú tozudo que no admitía desobediencia ni demora; ese tú acompañado de aquella sonrisa oblicua ante la que ella no podía hacer otra cosa que rendirse. Mientras el hijo estuvo vivo, había sido él quien le había ofrecido flores a ella. Esta vez, sin embargo, iba a ser ella quien se las ofreciera. Indicó a la florista que deseaba una docena de rosas. El color le daba igual con tal de que su fragancia fuera intensa. Quería flores que se pudieran oler a distancia, a muchísima distancia... «Las rojas son las que más intensamente huelen», sentenció la florista mientras le ofrecía una para que la oliese. La madre hizo un gesto de anuencia y la florista entresacó una docena de rosas rojas del barreño en el que las mantenía con los tallos metidos en agua; luego las guarneció con algunas ramas de meneíto y ató los cabos prietamente con un junco.
El camino hasta el nicho lo hizo con la cabeza baja para evitar leer las inscripciones de las lápidas. Solo al final del recorrido levantó la vista y leyó su nombre para asegurarse de que aquel era su nicho. Intentó entonces colocar el ramo en la pequeña repisa que había ante este pero no pudo porque el brazo no le daba. En las lápidas colindantes había ramos de flores y la madre se preguntó cómo demonio se habrían apañado los demás para colocarlas. Miró a su alrededor en busca de algo en lo que pudiera encaramarse, mas lo único que vio fue paredes llenas de inscripciones. «¡Jesús, qué barbaridad, cuántos muertos hay aquí!», exclamó mientras experimentaba un repentino escalofrío.
En estas vio una carretilla de mano junto al tronco de un ciprés y, tras aquilatar a ojo su altura y a la que se encontraba el nicho, concluyó que le valía. Estaba llena de hojas todavía húmedas, como si estuvieran recién recogidas. A tenor de la hora, lo más probable era que el jardinero estuviera desayunando. No tenía, pues, tiempo que perder. Dejó el ramo de rosas al pie del murete de los nichos y fue a por la carretilla. El árbol se hallaba en una ligera elevación del terreno y la falta de costumbre hizo que en el descenso de aquel pequeño repecho estuviera en un tris de desparramar por el suelo el contenido de la carretilla .
Desde que se había adentrado en el camposanto, entre una cosa y otra, apenas si había pensado en su hijo. Pero ahora su situación era tan cómica que se le vino a la cabeza lo mucho que este se habría divertido a su costa. Y como por ensalmo, el tiempo pareció dar marcha atrás en su cabeza y comenzó a hablar con el niño: « ¡Qué cosas tiene tu madre! ¿Verdad, hijo? Esto de conducir nunca se me ha dado bien. ¿Qué tú lo harías mejor? Por supuesto, hijo, incluso con tus manecitas engarrotadas manejarías este cacharro mejor que yo. Pero no te rías, mi vida, que como me entre también a mí risa me quedaré sin fuerzas. ¡Qué barbaridad, hijo, qué difícil es conducir este condenado trasto! Esto tiene tres bemoles, que diría tu bisabuela...».
Después de varios intentos fallidos logró aparcar la carretilla bajo el nicho de marras. Lo de encaramarse a esta le parecía una tanto ridículo y, antes de hacerlo, quiso cerciorarse de que nadie la viese. La poca gente que había se encontraba enfrascada con el aseo de las tumbas. El momento era, pues, propicio. Recogió del suelo el ramo de rosas y, tras arremangarse un poco la falda, colocó un primer pie encima de la hojarasca. Cuando intentó subir el otro, se produjo un balanceo lateral de la carretilla que le hizo perder el equilibrio. Por suerte, con la mano libre logró agarrarse a tiempo a la argolla de uno de los nichos más bajos y terminó acuclillada como una gallina clueca sobre la hojarasca. La puesta en pie la afrontó ya con algo más donaire agarrándose en todo momento a las argollas que tenía más a mano.
Mientras llevaba a cabo tales peripecias, la madre no dejó de charlar con el niño: « Ya ves, hijo, el pego tan grande que se le ha ocurrido a tu madre. Sí hijo, traerte flores para que las huelas. La florista me ha dicho que estas rosas son las que más huelen. Y no le falta razón, da gusto olerlas, ¿verdad? Sí, hijo, tonterías que se le ocurren a tu madre de vez en cuando. ¡Menudo chiste macabro traerte flores muertas a ti...! No, hijo, no. No estoy llorando es que se me ha colado una pestaña en el ojo. Enseguida me la saco y asunto arreglado… Hijo, ¿tú cómo estás?, ¿bien?, pues no sabes cómo me alegro. ¿Te molestan tus compañeros? ¿No? Pues eso es lo único que yo quiero, que estés bien y que descanses en paz...».
Cada vez estaba más emocionada y, como no quería sollozar delante de su hijo, se apresuró a colocar el ramo de rosas en la pequeña repisa del nicho. A continuación se besó una a una las yemas de los dedos de las manos y luego las fue apoyando una tras otra sobre la fría superficie de mármol, como si pulsara las teclas de un piano que solo ella veía. Para bajarse se acuclilló ―esta vez voluntariamente― sobre la hojarasca y, al echar el primer pie a tierra, la carretilla se deslizó y no le quedó otra que sentarse encima de la carga. Sacando fuerzas de flaqueza, comenzó a hablar de nuevo con su hijo: « ¿Has visto lo torpe que es tu madre? Tres veces he estado a punto de ponerme este dichoso cacharro por sombrero y ahora he terminado sentado en él como si fuera un inodoro. Y menuda ocurrencia la mía, ¿verdad, hijo? ¡Traerte flores muertas a ti que tanto te gustaba ofrecérmelas vivas…! Sí, hijo, tonturas que hace tu madre porque te quiere tanto que se le añubla el entendimiento...».
Cuando ya tenía los dos pies en tierra firme, algo le golpeó la cabeza y se escuchó un leve crujir de hojas en la carretilla. El golpe había sido una insignificancia y, sin embargo, ella se había quedado inmóvil como un pasmarote al notar su fragancia. Y es que, en medio de los ocres desvaídos de la hojarasca, destacaba ahora el rojo vivo de una rosa. Todavía con cierta incredulidad, miró hacia arriba y vio que el ramo estaba donde ella lo había dejado y con los tallos de las rosas bien prietos a causa del junco. Miró entonces hacia el ciprés y lo vio igual de quieto que a su llegada. Si no había ni chispa de viento, ¿cómo demonios se había desprendido aquella rosa…?
Inopinadamente, se figuró el rostro risueño de su hijo y le pareció descubrir en su habitual sonrisa oblicua cierta socarronería mal disimulada. La simple sospecha fue suficiente para desatar su pavor de tal manera que, sin pararse a recoger la ofrenda, huyó despavorida mientras mascullaba entre dientes algo que solo ella entendía. De la huida fue testigo el jardinero que regresaba justo en ese momento; y lo que más le llamó la atención no fue tanto que la carretilla hubiera sido movida de sitio, como el rostro desencajado de la visitante con la que se cruzó.
Y es que los miedos atávicos son siempre así de irrefrenables: se despiertan en el momento más inoportuno y provocan, por ejemplo, que una madre huya aterrorizada de su hijo sin atreverse siquiera a recoger la rosa que este le acaba de regalar; y si un jardinero le pregunta al paso que qué le pasa, ella le responderá con un «que tengo prisa…, me pasa», mientras sigue farfullando con angustia eso de que «¡ni siquiera de ti, hijo, quiero yo rosas en el camposanto!».